viernes, 4 de diciembre de 2009

El farol (2003)

- Se va a tirar.

- No creo, es un farol.

Miré hacia arriba en medio de aquel grupo variopinto de curiosos. Amas de casa, estudiantes, ejecutivos, camareros, mendigos... Todos hacían cábalas sobre cómo terminaría aquello. Algunos tensaban sábanas. Otros preparaban sus cámaras de foto y de video. En todos se manifestaba una tensa mezcla de horror y morbo.

- No se atreverá. Sólo quiere llamar la atención.

Volví la vista hacia el mocoso resabiado que hablaba. Estaba tranquilo. Fumaba y sonreía. No debía pasar de los quince años.

- Hay que ver las cosas que hace la peña para hacerse notar. ¡La cantidad de suicidas que habría si pudieran resucitar cuando pudieran!.

Un conjunto de alaridos estremecedores inundó el ambiente. Un bulto negro se precipitaba hacia abajo a una velocidad vertiginosa. Unos corrieron. Otros movieron de un lado para otro mantas, sábanas, camas elásticas. Se fueron chocando para cazar al caído. Todo fue inútil. Demasiada desorganización. El cuerpo golpeó el suelo.

- Anda, pues iba en serio.

Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó compulsivamente. Se metió las manos en los bolsillos y, antes de darse la media vuelta para enfilar General Perón en dirección a Estrecho, pudo ver los médicos del Samur cubriendo el cadáver con una funda dorada.

- Qué fuerte, ostras, qué fuerte... ¡Qué fuerte, colega!

Y se perdió, inalterable, entre el río humano que se dirigía al lugar del suceso.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Rechazo

Llegó a su nuevo colegio y se sentó, tímida, junto a otra niña. Llevaba un estuche nuevo con rotuladores de colores. Descorrió la cremallera y los fue separando en dos montones. Colocó en uno la escuadra y una regla; en el otro el cartabón y el transportador. En uno el boli azul, en el otro el boli rojo. Ofreció uno de los montones a su nueva compañera con una sonrisa de complicidad.

Ella la miró con picardía, aceptó el regalo, midió al milímetro el pupitre y lo dividió en dos, trazando una gruesa raya justo en el centro, con el rotulador negro y la regla que acaba de recibir.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Inconsciencia

Todos los domingos íbamos a la playa en el camión de papá. Yo tenía seis años; mis hermanos, cinco, tres y uno. Ese día paramos a comprar una sandía. Al volver la cabeza, mis ojos quedaron fijos en una gran montaña blanca. Yo nunca había visto la nieve, sólo en televisión. Quería tocarla, la imaginaba fresquita y quería librarme del calor. Antes de que se dieran cuenta, aún descalza y sólo con la braguita del bikini de flores, corrí hacia ella y, en un pis pás, me encaramé a la cima. A medida que iba subiendo, brotaba la sangre de mis pies, de mis rodillas, de las palmas de mis manos. La montaña se fue tiñendo de un rojo intenso. Estaba tan emocionada que ni sentí dolor.

Los ojos de mi padre se salieron de espanto cuando volvió la mirada hacia la salina al escuchar mi grito: "¡Mira, papá, mira! ¡Así es como muere la nieve en verano!".

Tozudez

Siendo muy pequeñita, menor que un grano de arroz, le dijo su sabio abuelo: "Alcanzarás la felicidad el día en que consigas beber un sorbo de agua salada. Pero no cualquiera, sino sólo aquella que esté siendo premiada con el blanco y puro reflejo de la luna llena".

Durante toda una vida, en cada noche de plenilunio nadó y nadó mar adentro con su vaso en la mano, esperanzada, hacia el horizonte. Al principio pensó que sería fácil. Pero por más que lo intentaba, no conseguía sumergir el envase allá donde ésta diluía su luz. Ni siquiera lograba acercarse. El travieso satélite, burlón, parecía divertirse a medida que ella avanzaba.

Muchos se mofaron de sus sueños. Intentaron hacerla desistir de su excéntrico empeño. La llamaron loca, inmadura, ilusa. Pero ella siguió fiel a su objetivo, segura como estaba de hallar con ello la alegría. Convencida de poder cambiar el mundo, su mundo.

Una madrugada, ya agotada, desesperada, humillada y esculpida por las crueles arrugas del tiempo, achicharrada por el sol y minada de recuerdos, abandonó el viejo envase, lleno de mar, en la orilla. Pensó que había desperdiciado su vida buscando un sueño imposible. Se embozó de arena y tomó su última ración de brisa yodada. Se rindió.

Antes de cerrar sus ojos para siempre, pudo ver atónita cómo sobre el agua del vaso flotaba, brillante y clara, una minúscula luna.

Inocencia

Con la cara llena de espuma de jabón y después de simular que se afilaba el dedo, el principito dibujó dos arcos bien definidos sobre el vaho de los azulejos. Su madre al verle sonrió: "Ya sabes hacer la eme". El chico abrió dos ojos como soles e, incrédulo, respondió: "¿La conoces?".

Torpeza

Tejió el mejor jersey de lana del mundo. El más bello, el más confortable, suave y cálido. Pero cuando vio aquella hebra suelta, en vez de sujetar con cariño el punto, tiró secamente para arrancarla. Sintió un frío muy intenso, helador. Estaba en la cumbre de la montaña.

Morbo

El niño se rompió en lágrimas cuando vio a su gorrión tendido en el suelo, con el pico abierto y respirando dificultosamente. Todos los veranos lo mismo, pensó. Los gorriones caían del nido; él los recogía, los cuidaba, los alimentaba y, de repente, sin motivo lógico, los encontraba agonizando cuando estaban a punto de echar a volar.

Se le ocurrió una idea genial. Subió a la azotea de su casa y soltó al pájaro de golpe, con la esperanza de que el vértigo le espabilara y le hiciera reaccionar. Nada. El gorrión cayó secamente, como si fuera de plomo. El perro, atado como siempre al limonero, lo vio a su alcance y aprovechó. Lo devoró en un salto, de un solo bocado.

Al chico le pareció increíble. Se secó las lágrimas. Mudó su mirada y esbozó lo que parecía ser una sonrisa. Tan impresionante le pareció, que pasó el resto del verano cazando gorriones para lanzar al perro.